1.12.15

El Sujeto histórico de lo democrático debe ser la condición del hombre.

La democracia es expectativa. La democracia no puede ser plenamente concretada, dado que en tal caso se transformaría automáticamente, en un absolutismo totalitario. En nuestra modernidad, el sujeto de la democracia, es el individuo. Así ocurre desde la composición de los contratos sociales, que unificaron todas y cada una de las expectativas de los suscribientes (expresando medularmente lo filosófico, saldando la aporía de lo uno y lo múltiple) en una voluntad mayor o estado, que mediante una representatividad, administra o ejerce ese poder que ha sido previamente legado. Extendiendo y más luego, renovando las expectativas, cada cierto tiempo, llamando a sufragio, a elecciones, a todos y cada uno de los contratistas, para que elijan a quiénes lo representen en la administración de esa cesión de derechos cívicos y políticos.
De aquel tiempo a esta parte, nadie ha planteado aún, que el sujeto histórico de la democracia debe dejar de ser el individuo.  Nos urge el hacerlo, dado la problemática manifiesta y sistemática, en los diversos lugares en donde se lleva a cabo el ejercicio democrático moderno en los distintos puntos del globo. Ofreceremos una extensividad necesaria de argumentación para sostener lo afirmado, sin que por ello nos acerquemos un ápice, a demostrar el obvio y manifiesto, fracaso, rotundo y contundente, en que la democracia naufraga, producto de no modificar tal sujeto histórico; es decir la individualidad, en la que sostiene, la legitimidad del pacto suscripto entre los ciudadanos y sus representantes. Como bien sabemos esa legitimidad, es la que cíclicamente cae en crisis cotidianas, y que diferentes autores, tanto intelectuales como comunicadores, le ponen nombres varios, y le dedican extensas páginas de actualidad como de ensayos académicos, sin que puedan arribar a la sustancialidad de lo que diagnostican y abordan con taxativa precisión.
 El sujeto histórico debe dejar de ser el individuo, para conveniencia de tal y para regenerar el concepto de lo colectivo. El sujeto histórico de nuestras democracias actuales debe ser la condición en la que este sumido el individuo. Independientemente de que estemos o no de acuerdo, desde hace un tiempo que el consumo (al punto de que ciertos intelectuales, definan al hombre actual como “El Homo Consumus”) y su marca, o registro, es la medida del hombre actual, como de su posicionamiento o razón de ser ante la sociedad en la que se desarrolla o habita. Somos lo que tenemos, lo que hemos logrado acumular, y no somos, mediante lo que nos falta, en esa voracidad teleológica o matemática de contar, todo, desde nuestro tiempo, a nuestra infelicidad. Arriesgaremos el concepto de una existencia estadística, en donde desde lo que percibimos, de acuerdo al tiempo que trabajamos, pasando por lo que dormimos, o invertimos para distraernos, hasta los números en una nota académica, en un acto deportivo, en una navegación por una red social para contar la cantidad de personas que expresan su satisfacción por lo exteriorizado, todo es número. Nos hemos transformado, en lo que desde el séptimo arte se nos venía advirtiendo desde hace tiempo en sus producciones de ficción. Somos un número, gozoso y pletórico de serlo. El resultado final de lo más simbólico de la democracia actual, también es un número (el que obtiene la mayoría de votos) sin que esto tenga que ser lo medular o lo radicalmente importante de lo democrático.
Aquí es donde planteamos la urgencia de modificar el sujeto histórico. Sabemos que el todo es más que la suma de las partes, desde lo metafísico, desde lo óntico, incluso desde lo psicológico. Pero hasta ahora no hemos aplicado tal principio en la arena de la filosofía política
Que el todo sea más que la suma de las partes, implica necesariamente que la democracia representativa actual deje de reposar, de estar acendrada en la expectativa que genera a todo y cada uno de los individuos, horadando la legitimidad de su razón de ser y amalgamando la cosmovisión y la cultura individualista.
La representatividad estadística que fuerza al juego ficticio de partidos políticos, que definen ideas o razonamientos políticos que establezcan respuestas a los problemas colectivos, ha pasado a ser ficción literaria, rémoras de  épocas que nunca más viviremos, salvo en la melancolía de corazones románticos.
La democracia debe fundamentarse, o estar fundada, en la condición estadística en la que se circunscriba el individuo. Esto es, asumir la realidad para a partir de ella construir la expectativa que es su razón de ser. De lo contrario, en caso de continuar, generando expectativas ante la mera convocatoria de elecciones, para renovar representantes, la legitimidad del sistema siempre estará riesgosamente en cuestión, pudiendo alguna vez, un grupo de hombres considerar el retorno a algún tipo de absolutismo.
No existe, en nuestra modernidad, más que dos clases de hombres, los que tienen y los que no. Los que no son pobres y los que lo son. Ante esta existencia estadística, es muy fácil determinar los parámetros en los que se asienta el límite para  catalogar quiénes son pobres y quiénes no. Organismos internacionales, solventes jurídica y monetariamente, pueden unificar criterios para establecer la suma o la cantidad que precise un ser humano, diaria o mensualmente, para ser o no ser considerado pobre. Esta cuestión metodológica es la más fácil de zanjar, por más que puedan existir varios tecnicismos para ello. Lo radicalmente importante, es considerar que la nueva definición de democracia que proponemos, es que debe tener por finalidad, que menor cantidad de personas, en un determinado tiempo y lugar, deben ser pobres. Esta debe ser la razón de ser, básica, principal y prioritaria de la democracia actual. El eje de su sustentabilidad legítima, debe estar sustanciada en esto mismo. Sí la democracia, bajo esta nueva finalidad y por ende definición, no logra su cometido, pasará a ser otra cosa, por más que se convoquen a elecciones o se mantengan circuitos o instituciones representativas.
 La sujeción de lo democrático a la condición en la que este sumido una determinada cantidad de hombres, garantizará que la expectativa que por regla natural es su razón de ser, no sea siempre una abstracción, sino que este supeditada a un resultado, a un determinado logro, concreto y específico.
Como si faltasen razones como para esta resignificación de lo democrático, que la salvara de la inanición a la se encuentra condenada, nada sería más lógico, razonable, y válidamente verosímil que la legitimidad de la democracia, se encuentre acendrada en que representa, prioritariamente no ya partidos u hombres (por otra parte, insustanciales e insulsos) sino que radicara su logos existencial, en modificar la condición en la que habitan sus hombres, no ya como números o discursos, sino como sujetos de carne y hueso, al que no se le siguen conculcando sus derechos universales y elementales. No es nuestra intención avanzar sobre las ciencias jurídicas, pero bien podríamos decir que sí esto no se constituye en la finalidad de lo democrático, no tenemos por qué aceptar que se nos impongan reglas normativas de ningún tipo. Es decir, sí nuestro propio sistema de gobierno, no fija como prioridad, que un determinado número de personas que no se alimenta o se alimenta mal, deje de estar en tal condición, ¿qué sentido tendría respetar una señal de tránsito o la misma disposición de la propiedad privada? (a partir de esta inferencia, se puede analizar el incremento de los delitos contra las personas en nuestras sociedades modernas, es decir cómo se da de hecho lo que expresamos semánticamente).
La nueva representatividad de lo democrático, además estaría sometida, a un resultante concreto, determinado y observable. Ya no sería como lo es, una cuestión hermenéutica. Es decir, el juego dialectico, al que someten al ciudadano, sus representantes, daría por terminado y concluido por su propia y falaz inconsistencia. Ya no estaríamos presos de discursos, de palabras en zigzag y campañas de todo tipo y color, para que les demos la razón a unos y a otros, para que finalmente, todos y ninguno a la vez tenga parte o nada de la misma.
No podemos seguir habitando en la insustancialidad que como seres humanos del actual tiempo le pedimos a todas las circunstancias que nos rodean, respuestas concretas, resultados efectivos y que a nuestra democracia, no le pidamos que revea su acendramiento en el abstracto en el que se ha transformado la representación bajo partidos que no expresan idea alguna, o bajo personalidades que no garantizan el cumplimiento real de ninguna demanda ciudadana. El único camino, razonable y verosímil, es que desde un principio, la democracia tenga como finalidad principista, el representar el cambio de una condición penosa en la que se encuentran un gran número de sujetos. El modificar la condición del pobre, se constituirá en la primera, pero no por ello única, razón de ser de lo democrático. Esto mismo, puede ser fácilmente constatado en su cumplimiento o incumplimiento.
Lo democrático no perdería su razón dinámica de generar expectativas, pero la misma no nadaría en el inmenso océano de la abstracción. Al disponer como eje representativo de lo democrático, como sujeto histórico, a la condición en la que está sumido el hombre, y no a su nominalidad estaríamos logrando una modificación sustancial e inusitada. Sin embargo, todo el andamiaje político continuaría con sus estructuras, sea partidocráticas, representadas por el sujeto político. Que deberán eso sí, plantear a la comunidad que pretenden representar, las formas y maneras, de cómo lograran el cometido que les impele la nueva definición de la democracia, es decir bajo qué proyectos y propuestas, lograrán reducir el número de pobres (tal como eje principal) en sus respectivas comunidades, para subsiguientemente proponer en todos y cada uno de los campos, en que el colectivo ciudadano, vea o considere amenazada, su plan de vida (básicamente sus derechos humanos, a educarse, trabajar, divertirse), sus planteos que serán sometidos a la consideración pública en elecciones, tal como hasta ahora, pero con una modificación nodal y sustancial, que pasaremos a detallar.  
Una vez destacado, este principio primero, deberemos trabajar en lo metodológico, como para explicar de qué manera pensamos alcanzar lo propuesto. Que la democracia  defina a su sujeto histórico a partir de su condición y no de su nominalidad o su individualidad, requerirá que esos criterios que se deben aunar para determinar quiénes son pobres y quiénes no, se traduzcan en números concretos y específicos allí en donde se desarrolle. Por tanto, sí en un determinado lugar, la democracia sobre un total de cien pobladores, tiene a veinte sumidos en la pobreza, tendrá como objetivo reducir ese número, en el tiempo de una elección a otra. Para ello proponemos, una reforma electoral, concreta, determinada y específica que dimos en llamar voto compensatorio.
El cambio que se propone, para legitimar el vínculo, el lazo de representación, es otorgar una nominalidad diferente, no a las personas en cuanto a una condición, sino a la condición, circunstancial, de pobreza y marginalidad, que pueden tener un grupo de personas en una jornada electoral, para ser más visibles para el estado, y poder de esta manera, contar con la presencia del mismo para modificar tal situación.
Hacer evidente, en la contundente forma, de que todos aquellos a los que nuestro sistema tiene afuera, valen como voto el número de cinco (5), nos impelerá a trabajar seriamente en generar una democracia verdaderamente inclusiva, más allá de los detalles de lo ideológico, lo partidario o lo cultural de cada pueblo que se precie de habitar y de convivir bajo un régimen en donde la representatividad, no tenga vicios de origen, o apañe situaciones históricas de desigualdad, injusticia y marginalidad, para sostener la perversa mentira de que todos en la misma proporción tenemos la misma contemplación del  estado, del que sí, en este caso, sin excepción todos hemos cedido en nuestra libertada política para su conformación.

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