De
la justicia como concepto a la actual justicia mediática o mediatizada.
"¿Cuántos
inocentes no hemos descubierto que fueron castigados hasta sin culpa de los
jueces y cuántos más que no descubrimos? …Es fuerza ejecutar males particulares
a quien quiere obrar bien en conjunto; e injusticias en las cosas pequeñas a
quien pretende hacer justicia en las grandes; que la justicia humana se formó o
modeló con la medicina, según la cual todo cuanto es útil, es al par justo y
honrado: y me recuerda también lo que dicen los estoicos, o sea que la
naturaleza misma procede contra la justicia en la mayor parte de sus obras; y
lo que sientan los cirenaicos: que nada hay justo por sí mismo, y que las
costumbres y las leyes son la que forman la justicia; y lo que afirman los
teodorianos, quiénes para el filósofo encuentran justo el latrocinio, el
sacrilegio y toda suerte de lujuria, siempre y cuando que le sean provechosos.
La cosa es irremediable: yo me planto en el dicho de Alcibíades, y jamás me
presentaré, en cuanto de mi dependa, ante ningún hombre que decida de mi
cabeza, donde mi honor y mi vida penden del cuidado e industria de mi
procurador, más que de mi inocencia" (Montaigne, M, “Los Ensayos”. Editorial El
acantilado. Pág. 498. ).
Buscamos,
más allá de toda cuestión teleológica o ulterior, cierta redención, cierta
exculpación, expiación, desentendimiento o irresponsabilidad. Antes que nada —o
por sobre todo—, lo que buscamos es desentendernos de la vida, de la
existencia; y cuando no podemos hacerlo del todo, lo hacemos parcialmente, cada
tanto, y nos recuerda, entonces, ese condicionamiento de origen. Somos, pero
nunca quisimos ser.
Cuando
arrecian las dudas o lo no deseado, sobreviene esa noción, casi natural, de que
nosotros no tenemos nada que ver con nada. En verdad, no queremos saber, mucho
menos sentir nuestro sufrimiento. Mediante la fe, la existencia de dioses
corona lo que no podemos explicar racionalmente; nos cegamos, no queremos
explicaciones, porque así el sentido de lo incierto, del cruel vacío al que
estamos expuestos, no nos duele. El problema que llegamos a tener con nuestra
realidad o con nuestra conciencia, lo resolvemos al irnos por la zanja del
dogma. Esta es la explicación del porqué las religiones poseen muchos más
adeptos que la filosofía (aunque, académicamente, se podría alegar que no son
excluyentes; en la vida fuera del púlpito, sí).
Encontramos
que la justicia —que es, ni más ni menos, el remedio ante la enfermedad de un
conflicto, de una aporía, de una pregunta que puede aceptar más de una
respuesta válida— nos otorga una inocencia que hemos transformado en el
principio jurídico que reina en la mayoría de las sociedades, en donde se
presume, ante cualquier acusación, que somos inocentes. Esta es la prueba cabal
de que, en verdad, es una consecución de lo que creemos ontológicamente. Esta
cuestión, que la forjamos en el ámbito de la metafísica, la trasladamos a la
filosofía jurídica. De la teoría a la normativa. De la idea, de la conciencia,
de la relación con lo ajeno, a la interdependencia, al trato con el otro
mediante nuestra inocencia sagrada, que fue forjada desde lo simbólico con
matanzas de infantes que fueron sacrificados por una de las primeras
persecuciones políticas (que luego se transformaría en una cuestión religiosa,
tal como ocurrió con la condena a muerte de Sócrates, que luego se convirtió en
una cuestión de ética). La inocencia nos sirve, nos exime de nuestra responsabilidad
de ser nosotros mismos, y nos permite seguir viviendo en un mundo plagado,
hipertrofiado, atestado de inequidades. Pero aunque no lo queramos, debemos
buscar un sentido real. Ser inocentes —como definición ontológica, como
resguardo moral, como garantía religiosa ante lo temporal y como sujeto de
derecho en lo social— nos blinda ante el mundo ajeno, extraño; ante ese mundo
que, bajo estadísticas, nos indica que son cada vez más los que no tienen nada.
A partir de esto mismo, las explicaciones para argumentar nuestra inocencia son
las que nos hace seres integrados al sistema; sistema al que después le
diremos, hipócritamente, que no estamos de acuerdo con él. Es más fácil ser parte de este mundo a partir
de la inocencia; de lo contrario, tendríamos que actuar para compensar las
inequidades o para ir en busca de justicia y equilibrar la balanza. Es
preferible ser inocentes antes que justicieros. La inocencia es el velo de
protección que nos brinda la sensación hipostasiada de creer que es posible lo
imposible de la libertad, de la igualdad, del gobierno de las mayorías mediante
la representatividad legitima y de las razones económicas que harán a un
sistema de bienestar universal en donde nunca la mentira pase a ser la verdad.
La inocencia es el valor que conseguimos blandir para descartar una
argumentación que nos llega sin que la pidamos; es invertir la carga de la
prueba; ese irreverente que, proponiéndonos lo contrario, nos quiere sacar del
espacio de confort que justificamos mediante el habla y la oxidación de las
validaciones de instituciones educativas, que autorizan a que algunos vestidos
de toga nos digan quiénes serán los culpables. Erradicamos esto aduciendo
nuestra a inocencia; borramos lo que nos ha llegado y nos dice que somos
encantadoramente inocentes, solo para no vivir con semejante culpabilidad por
la falta de arrojo y de valentía como para ir por justicia. Nos quedamos en el
páramo de la inocencia al borrar un correo electrónico o al no publicar en
nombre de excusas pueriles, vergonzosas, que nos reafirman en nuestra hipócrita
y falaz inocencia, cómplice de tanta muerte y escarnio.
Culpables hasta que se
demuestre lo contrario.
Tanto la Declaración de
los Derechos Humanos como la Convención Americana son claras y explícitas en
cuanto a sostener el principio de presunción de inocencia. Acendrado en máximas
del derecho como “in dubio pro reo” y “onus probandi” la consagración de esta
formulación metodológica (dado que no deja de ser tan solo esto mismo) del
derecho a la defensa, surge como reacción a un estadio anterior en el campo del
derecho penal, en lo que se dio en llamar el proceso inquisitivo. Transcurridos
siglos de aquel entonces, y tras los desequilibrios que producía el uso y abuso
del mecanismo modificado, de un tiempo a esta parte (luego de las aberraciones
que Occidente perpetró sobre sí mismo en la segunda guerra mundial)
consideramos, en el campo del funcionariado político (exclusiva y
excluyentemente al que accede haciendo uso de la soberanía delegada o del
sistema representativo, mediante lo electoral) que se reinstaure lo que se dio
en llamar “juicios de residencia” que consistía en precisamente lo contrario de
lo que se sostiene en cuanto a la presunción de inocencia. Partimos de la base,
de que lo normal, es decir sobre lo que actúa el derecho, se modificó
ostensiblemente, en cuanto al gobierno, la comandancia de la cosa pública. El
sujeto pasible de esta modificación sustancial del principio de inocencia que
se plantea, es única y excluyentemente el político que habiendo accedido a su
condición de tal, por voto popular, meses antes de terminar su faena, será considerado
culpable de la figura legal de “democraticidio” en tanto y en cuanto, ante el
proceso de su defensa, que tendrá las garantías de siempre y por ende
inmodificables, demuestre lo contrario.
A lo largo y a lo ancho
de Occidente, desde que el principio de inocencia, se sostiene, casi caprichosa
y capciosamente, para el funcionariado político que accede a tal condición por
lo electoral, nos despertamos con las noticias acerca de denuncias, de idas y
marchas, judiciales sobre tal o cual presidente, legislador, gobernador,
intendente, concejal o cualquier tipo de figura política, que asumiendo un rol
en el manejo de la cosa pública, se aprovechó, abusando y vejando, la
legitimidad de la representación, que siempre y por definición es crítica, para
lograr una ventaja personal, que casi siempre se corresponde con una
acumulación de bienes materiales o el provecho puntual y específico para
obtener un goce que puede ser espiritual pero obtenido mediante la vulneración
a la confianza pública que se le ha depositado, para que sea fiel a finalidades
colectivas y no facciosas o personales.
Arrecian tanto en las
redacciones de medios de comunicación, tradicionales como en redes sociales,
los datos, más o menos cercanos con una verdad, siempre a probar, y que nunca
alcanzará en tiempo y forma a dictaminar justicia, tanto sobre el acusado, como
para el colectivo afectado; sus representantes. En el mejor de los casos, las
fuerzas políticas, que se turnan por cabalgar o comandar estas denuncias de
“hechos de corrupción” como lo llaman o sindican, inocente o cómplicemente,
redactan algún que otro proyecto, para que en caso de ser probado el acto de
corrupción los bienes sustraídos, vuelvan al erario público.
Como si fuese un
capricho del destino, y por más que nos obstinemos a no creer en clases, se
esfuerzan para que las pensemos como tales. La radical importancia de lo
sustraído no es el bien, por más que este se valúe en cientos de millones. Lo
que se roba un político habiendo accedido por voto popular a su función es
cierta confianza pública, horadando, percudiendo, con su malandrismo, al
sistema democrático mismo, de allí que establezcamos la tipificación de este
delito como democraticidio.
Queda al margen la
discusión sí el hombre de estado, tiene que predicar con el ejemplo, y hacer de
su vida un testimonio, por intermedio de sus acciones, y por tanto, gran parte
de su vida privada, es precedente de su comportamiento público. Queda afuera
también la aporía sí el poder corrompe (una persona honesta, se convierte en lo
contrario al acceder) o sí el poder devela (alguien que se queda con 10
centavos de un vuelto mal otorgado, es un corrupto en potencia con intenciones
de desfalcar al estado). Nos ajustamos a la realidad, todo puede ser, hasta que
en el ámbito público, no se desate un escándalo, no importa sí el que accedió
es pederasta o criminal, sí fuera de modo contrario, al menos se debería hacer
un test de personalidad a los funcionarios. Lo gravoso de este derrotero, es
que no es únicamente, lo lesivo, la producción del escándalo, sino lo que se
genera luego o para decirlo más claramente, lo que se viene generando, con la
sucesión de escándalos de nuestros políticos, a lo largo y ancho de Occidente,
habiendo birlado la confianza pública, vejándola, para obtener pingues posicionamientos
sectoriales, beneficios espirituales o materiales.
¿No cree acaso usted
que el descreimiento hacia lo democrático está vinculado directamente con los
actos de corrupción, que se transmitieron en vivo en los diferentes medios de
comunicación, casi desde el momento mismo de producido, o desde la denuncia,
hasta el estado de no justicia, de no cierre, o de sospecha permanente que casi
siempre quedó en el éter, cuando un político fue juzgado?
Tendremos que volver a
lo que planteas modificar. El para nosotros viejo, esclerotizado y occiso, universalismo
del principio de inocencia que le corresponde a los políticos, posee como uno
de sus ejes el fundamento del onus probandi que radica en un viejo aforismo de
derecho que expresa que «lo normal se entiende que está probado, lo anormal se
prueba». Por tanto, quien invoca algo que rompe el estado de normalidad, debe
probarlo («affirmanti incumbit probatio»: ‘a quien afirma, incumbe la prueba’).
Básicamente, lo que se quiere decir con este aforismo es que la carga o el
trabajo de probar un enunciado debe recaer en aquel que rompe el estado de
normalidad (el que afirma poseer una nueva verdad sobre un tema).En Academia,
el onus probandi significa que quien realiza una afirmación, tanto positiva
(«Existen los extraterrestres») como negativa («No existen los
extraterrestres»), posee la responsabilidad de probar lo dicho. Entre los
métodos para probar un negativo, se encuentran la regla de inferencia lógica
modus tollendo tollens («que es la base de la falsación en el método
científico») y la reducción al absurdo.
¿Acaso, por más que sea
lamentablemente, no es normal es decir lo probado, lo sospechado, lo que se
cree (¿no es esto el verdadero sentido de lo justo, lo que se cree?) en
relación a que un político nos roba o se aprovecha para su beneficio de su
condición de tal y lo anormal, que se maneje honestamente y no se aproveche, lo
anormal y lo que debería ser probado?.
Como pudimos comprobar,
el mismo principio de Onus probandi, es el que podría sostener también la
modificación que sostenemos. Lo que se ha modificado es la circunstancia de la
política que pasó de ser un concepto para gobernarnos a un modo de sobrevivir.
Todos y esto sí es
universal, somos responsables, de hacia dónde estamos dirigiendo al mundo, por
tanto nunca señalamos lecturas clasistas, el político, que puede ser cualquiera
de nosotros, arriba a su condición de tal, no por su expectativa de conducción
colectiva, de su vocación por el bien superior, o su aspiración al bronce de la
historia o su poder de abstracción. El político quiere acceder a una posición
de tal, para primero cambiar su realidad personal. Sí esto no lo terminamos de
asumir, terminaremos con la democracia y caeremos en el escalón más bajo de una
lucha de todos contra todos, en los reinados y reductos de la violencia como
última o primera razón.
Los viejos juicios de
residencia se hacían en obediencia a la Corona. Lo que hemos modificado es el
soberano, quién en la actualidad es el pueblo (¿lo es?), a lo que tenemos que
volver, es a establecer esta institución de justicia, antes que el
democraticidio que sigamos cometiendo nos situé en una posición de la que no
podamos regresar, civilizadamente.
Toda autoridad que
termina de imponer su cargo debe ser sometida a un juicio de residencia, es
decir, las autoridades no se pueden mover de su lugar físico mientras dure una
investigación en relación del desempeño. Este juicio es sumario y público.
Terminado el juicio, si era positivo, la autoridad podía ascender en el cargo;
en cambio, si había cometido cargos, errores o ilegalidades, podía ser
sancionado con una multa o la prohibición de por vida de un cargo.
Bajo esta deformación
histórica, nace una acción ciudadana, que primeramente se la dio en llamar “escrache” (que no casualmente tiene
sus inicios en sistemas totalitarios que se imponían de facto y por ende
profundizando la violencia y la acción violenta al extremo y al exterminio) y
que amenaza a convertirse en la actualidad en la justicia pronta, inmediata, de
hecho o mediática o mediatizada.
Las Erinias o de la
manera en que se resuelve un conflicto antes que medie la ley.
“La justicia es el gobierno
del pueblo, el cual es la individualidad presente a sí de la esencia universal
y la voluntad propia y autoconsciente de todos. Pero la justicia que le
devuelve el equilibrio a lo que universal que sobrepuja al individuo singular
es, en la misma medida, el espíritu simple de aquel que ha padecido la
injusticia-no se descompone en el que ha padecido y en alguna esencia que esté más allá; aquél es, él mismo, el orden
subterráneo, y es su Erinia la que urde la venganza; pues su individualidad, su
sangre, sigue viviendo en la casa; su sustancia tiene una realidad efectiva
duradera. La injusticia que pueda hacérsela al individuo singular en el reino
de la eticidad es solamente esto; que a él le ocurra pura y simplemente algo”.
(Hegel, G. “Fenomenología del espíritu”. Pág. 299. Editorial Gredos.
Madrid.2010).
Las Erinias, en la
mitología griega eran personificaciones femeninas que perseguían venganza,
buscando a los autores de ciertos crímenes o supuestos culpables de los mismos.
Son anteriores a los dioses olímpicos, por tanto no están sometidas a la
autoridad de Zeus.
Al pasar a la
consideración de la mitología romana, se las tradujo como las “furias” termino
que resignificó, acendrando su función por fuera de la ley, o lejos de la misma
(en su tensión de género incluso, dado el significante ley como lo masculino y
la dimensión de las Erinias como personajes femeninos) y más próxima a la
mencionada venalidad de origen.
No debe resultarnos
extraño por tanto, que episódicamente, en diferentes circunstancias de lo que
damos llamar historia, reaparezcan, estas formas, maneras o metodologías de
reaccionar ante algo, a los efectos de conseguir mediante ello, una
compensación, así sea, espiritual o abstracta, que se materialice, mediante la
penalidad, reprimenda o castigo, hacia quiénes hubieron de perpetrar la acción
que obliga a esta reacción, que será entendida, más luego, bajo la
consideración de lo que se entiende por justicia, o búsqueda de la misma, como
si fuese algo más auténtico, ejemplar o incluso justo, que el aguardar el
proceso que impone o impondría la norma o la ley.
Aquí está la cuestión.
El andamiaje de lo jurídico-legal, como reaseguro de lo legitimador de un
sistema político-social y económico, no llega en tiempo y forma, para, brindar
como servicio, justicia, a la víctima de
una violación, llevada a cabo por una horda de malvivientes. Esta debe, para
sobrevivir, es decir sobrellevar su dolor-experiencia, celebrar una exploración
arquetípica de cómo reaccionaría no ya como víctima, bajo su nombre y apellido,
sino como representante de lo humano, de la condición humana.
Así encontramos, en
todas y cada una de las comarcas, que etiquetadas bajo la rúbrica de lo
democrático, de la división de poderes, y en plena ascensión o extensión de las
capacidades de lo humanidad misma, mediante la profundización de la técnica, o
de la constitución del brazo armado de la “inteligencia artificial”, incontables
experiencias en donde, el camino como respuesta, es que se vuelva, se retorne,
se forcluya, a tal estadio en donde, facciosamente, se persigue, a los
responsables de haber quebrantado una armonía, para qué, al decir de Hegel, les
ocurra algo, es decir, para que lo entendamos luego, se genere justicia.
La falta de
credibilidad de la ciudadanía con respecto a la justicia, tal como se la
propone el propio sistema, como servicio, tiene que ver, conque no trabaja,
culturalmente, desde este pliegue o esta perspectiva.
Se le impone, al
ciudadano, desde la artificialidad, de un supuesto sistema de contrapesos, en
donde lo justo tendría que interactuar con los que ejecutan y los que redactan
la ley (de eso que se define como justo), sin embargo, a nadie se le explica
que la acción que uno perpetra con respecto a otro, posee una incidencia,
insospechada, por sobre el conjunto, por sobre el colectivo, redefiniéndolo y
modificándolo en esa dinámica.
Sí yo, como sujeto
pasible, de una agresión por parte de otro, en búsqueda de que le ocurra algo,
por lo que me hubo de hacer, le genero un daño mayor o un daño de otro tipo
(por ejemplo mancillar su honor) en otro orden, participo de la cosmovisión
general que se tiene con respecto al conjunto de comportamientos humanos.
Es decir, pasamos de
temer a una ley, que no se cumple, que no se aplica, o que en nombre de ella,
se edifica un servicio que no funciona o funciona mal, al pavor, que nos
produce, la reacción que pueden tener los otros, sea cual fuere la misma.
Todos tendríamos el
mismo derecho a acudir a nuestra memoria arquetípica, a nuestra necesidad de
“venganza” o de que al victimario le ocurra algo, en tanto y en cuanto, el
servicio de justicia, siga funcionando, tal como lo hace, diciendo y declamando
que actúa, pero escondiéndose en los pliegues de esa funcionalidad, solo
normativa, performativa o en papeles, en concepto esgrimido en papel.
Regresamos a la cita de
Hegel, a su inicio, cuando determinadamente expresa que la justicia es el
gobierno del pueblo, allí es en donde la política debe actuar, explicita y
profusamente. La falsa independencia, que se le hubo de arrancar, a Montesquieu
en una de sus vaguedades teóricas, debe ser puesta en cuestión. Debemos
ajusticiar el concepto de que lo justo, puede ser patrimonio, de seres
angelados, de semidioses griegos, los jueces, que, bajo la discreción, fallan,
sin tener reparos, siquiera en esa supuesta ley que los ordena.
Definir lo justo, es la
cuestión central y sideral, en que el poder político, debe concentrarse para
que el pueblo, pueda tener una experiencia semejante, o cercana, a tener que
ver, conque plantee sus intereses reales, y no dejar que les sigan engañando,
bajo la mentira perversa de lo representativo.
El pueblo, la
ciudadanía, cuando pretenda, hacerse con el poder, debe ir por definir el
sentido de lo justo o de la justicia, antes que elegir diputados o gobernantes,
el votante, sea a través del voto o como fuese, debe elegir su forma (con
jueces o de otra manera) de cómo, los intereses y las prioridades, se definen
en relación al colectivo del que es parte, al contrato que lo tiene sujeto y
que en letra chica y diminuta, siempre suscribe la palabra última, en donde se
establece, finalmente, quiénes o quién, determinara lo que corresponde o no, y
en este último caso, las penalidades que le corresponderían a los infractores o
victimarios, como sustrato de lo político o de la máxima expresión del poder.
Francisco Tomás González Cabañas.