Las elecciones
presidenciales que tendrán un ejército
de observadores internacionales para legitimar el proceso, contarán con la
peculiaridad que el actual primer mandatario (Hernández) podrá ir por su
reelección, gracias al poder judicial de su país (al que obviamente se encargó
de modificar o conformar) que, manifestación leguleya más o menos, pulverizó la
disposición constitucional que impedía la reelección. Ocho años atrás, otro
Presidente (Zelaya) hubo de ser destituido por pretender la misma reelección, a
la que, a la luz de los resultados, busco en aquel entonces por la vía
incorrecta; pretendió un plebiscito habilitante (algo que llevó a cabo Morales
en Bolivia y de lo que se está arrepintiendo tras sus resultados) en vez de ir
por la senda adecuada; fallo judicial y cobertura mediática-comunicacional.
Desde los sectores que pretenden institucionalidad democrática en Honduras, se
acuño la expresión de “Democracia imperial” sucede que sienten y padecen, que
además de tantos vejámenes, serán víctimas también del europeísmo que los colocara
este domingo de elección, como el cobayo de laboratorio, pasible de experimentos
de politólogos que ven democracia en lo electoral, que observan división de
poderes al encontrar siempre un legislativo que adscribe, con vicio
ratificatorio, cualquier empresa que dimane de lo híper-ejecutivos y como
siempre, olvidan, en el sentido heideggeriano, que lo radicalmente importante y
decisorio, orbita en el judicial. Tal como lo describiera Foucault en sus
conferencias, traducidas a libro “La verdad y las formas jurídicas”, el poder
judicial nace y se entrona como la mano militari del emperador, del gobernante,
que luego devino en ejecutivo y que revolución francesa mediante, se apelmazó,
se travistió en un supuesto poder transparente, democrático e institucional, cuando
en verdad representa la faceta más caramente oprobiosa del poder entendido como
un ejercicio violento y radicalmente autoritario.
Si alguien tuviese la posibilidad
de repasar las tesis o los congresos en las diferentes facultades de
humanidades, que traten acerca del poder judicial, a diferencia de los que
versan sobre los restantes poderes, no habría dudas de que aquel es el menos
observado, tratado y por ende, criticado o cuestionado. Ni que decir de los
medios de comunicación, pero este accionar es mas entendible, tal vez los
criterios de distribución de pauta publicitaria debieran ser fijados y luego administrados por el poder judicial de cada
localidad, la historia de los relatos mediáticos y por ende los relatos políticos,
cambiarían drásticamente (habría que ver a favor de quién). Posiblemente el autor del “Espíritu de las
leyes”, o el hacedor de nuestra concepción de la división de poderes, como los
contrapesos necesarios para una institucionalidad adecuada y correspondiente,
haya prestado un gran servicio para ello también al relatar las formas en que
desde Roma se administraba la justicia, propiciando con ello, que desde la
formación en derecho se estudie el derecho romano, como el fundamento mismo,
desde donde continúa el extraño privilegio de quiénes se dedican a las leyes
(académicamente) de tener la posibilidad de formar (en sus jerarquías) parte de
un poder del estado, del que no pueden formar parte nadie que no tenga
credenciales académicas acreditadas en este saber. Esta característica,
sumamente facciosa y controversial, es sin embargo, muy poco cuestionada o
visibilizada, a nivel teórico, práctico o mediático, nos hemos acostumbrado, extrañamente,
a que la conformación de un poder del estado, el judicial, sea bajo principios,
paradojalmente, injustos. Montesquieu, al hablar del espíritu de las leyes,
narra no solo los aspectos históricos, tipificando los casos en una
cuestionable trilogía de la politología, de la república, la monarquía y el
despotismo, sino en sus razones físicas, en donde plantea, excentricidades
antropológicas cómo la que formula al expresar que en los lugares de
temperaturas más frías los ciudadanos son más afectos a cumplir la ley que en
las zonas en donde el calor apremia. Pero en donde está haciendo germinar, la
perversión que apoya aquél apoderamiento por parte de los facultados en derecho
de un poder del estado, es en dotar de espíritu a las leyes, desde su propio
título y habilitar la exegesis, la hermenéutica y la interpretación de
construcciones que son afirmativas, apofánticas. Es extraño que aquí tampoco,
se haya cuestionado desde la lógica formal al menos, que se pueda realizar esto mismo. Sí las oraciones que
afirman o niegan algo, en un contexto positivo cómo el del derecho, pueden,
ameritan y se propician como de interpretaciones interminables, entonces
estamos perdidos. Tan perdidos, como en verdad lo estamos, y lo señalan todos
los estudios de opinión pública en las distintas comunidades de occidente, en
relación a la poca credibilidad que posee el poder judicial o lo poco que se
corresponde con un servicio que brinde o garantice justicia. Este poder, que
insistimos, ha sido tomado por una facción de la sociedad, a contrario sensu,
incluso de quiénes en parte han propiciado esto mismo (citamos a Montesquieu
también cuando afirma que la posibilidad de juzgar reside en la selección
circunstancial de ciudadanos no atados a profesión) se fue forjando, en razón
de esta perversión capital que se hacen de los juicios lógicos. Este laberinto,
de supuestas interpretaciones de interpretaciones , que llevan a apelaciones y
a la generación de más tribunales que supuestamente discuten, bizantinamente,
abstracciones inentendibles de procedimiento, no hacen más que dilatar el
pronunciamiento de la justicia, pagando onerosos sueldos a funcionarios
judiciales para que den vueltas semánticas o procedimentales, para justificar
los ingresos, dimanados de ciudadanos a quiénes se les priva del servicio de
justicia que les corresponde. Las interpretaciones de la ley, las exegesis ad
infinitum y las exposiciones catedráticas acerca de lo que quiso expresar el
legislador (es decir quién construyo la ley, que el judicial sólo tiene que
aplicar) debería estar acotado al campo literario, filosófico, de competencia o
de interés para quiénes así lo deseen y manifiesten. Sin embargo, en uso y
abuso del supuesto espíritu de la ley (ya lo expresamos cuando Montesquieu se
puso a pensar sobre el contexto, escribió que la ley se cumple más en los
lugares donde hace frío…) se consolidó esta burocracia judicial, este laberinto
de expedientes, de papelerío absurdo, de
perspectivas, de marchas y contramarchas, de manifestaciones irresolutas, que
al único lugar que nos hacen arriba es al axioma planteado por Séneca: Nada se
parece tanto a la injusticia como la justicia tardía. Claro que esta justicia
tardía, conviene a la facción que administra justicia, pues, en sus
prerrogativas simbólicas, además del trato de Majestad, como en los tiempos
imperiales, la mayoría de los jerarcas del poder judicial gozan de
prerrogativas como el no pago de impuestos, la no obligatoriedad de jubilación
y el cobro de sueldos u honorarios que siempre son sideralmente superiores que
los que puede percibir un maestro o educador (lo ponemos como referencia, pues
el propio Montesquieu en la misma obra dedica un capítulo aparte para dar
cuenta de la necesidad, sobre todo en las repúblicas de la educación de los
ciudadanos: “En el gobierno republicano es donde se necesita de todo el poder
de la educación”).
Tal vez la disolución
del poder judicial sea un camino. Sin embargo, la existencia de
conflictividades entre ciudadanos y los ciudadanos y el estado, continuaría
existiendo, por tanto el sendero tendría más razón de ser, sí lo dotamos de una
institucionalidad republicana, que se corresponda con la realidad y no
simplemente con una argumentación proveniente de una vieja teoría de división
de poderes, enmarcada en la necesidad de aquel entonces, por la revolución
planteado por los descubrimientos de Newton, principalmente su teoría
gravitacional. Esta suerte de necesidad de que los “astros estén alineados”
(usado en la actualidad por diferentes comunidades para expresar vulgarmente,
que todo este ordenado como debe estar o como nosotros creemos que debería
estar) generó la posibilidad, que a nivel político, las compensaciones estén
alineadas en una tríada, destacando la importancia ritual y simbólico del tres
en la cultura occidental, desde la concepción del padre, la madre y el hijo y
luego sus ritualizaciones en el campo religioso.
En todo caso, la
política, es decir los políticos entronizados en el poder, deben encargarse de
la justicia, de lo contrario, seguirán sometidos a ella, como potenciales víctimas
(en tal caso o cuando detentan el poder, victimarios) o como víctimas directas
cuando, elección mediante, el poder se les filtra de las manos, por las razones
propias del poder. El caso Odebrecht nos exime de mayores ejemplos, estableciéndose
quizá como la comprobación de todo lo expresado. El verdadero poder, anida en
el poder judicial, que bajo máscaras democráticas, se manifiesta de la forma
más brutal, discrecional y barbárica, allí en donde necesite ratificar la
lógica enfermiza de que el poder no puede ser administrado, gobernado, manejado
o gerenciado por la política.
Sí los políticos siguen
pensando en términos electorales, sin comprender que están allí, sea por
actuación o por no actuación judicial, cuando se den cuenta, estarán fuera del
poder y probablemente en la cárcel.
Se necesitan tanto o
más análisis, reflexiones, cuestionamientos, como propuestas de cambio del
poder judicial, como elecciones libradas, para que tengamos un camino más eminentemente
democrático.
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